domingo, 28 de agosto de 2016

Las "contradicciones" y la responsabilidad de gobernar

El método de las contradicciones es ya escasamente utilizado en los análisis sociopolíticos. La llegada de la posmodernidad, licuando las fronteras entre clases y fragmentándolas casi hasta el infinito, derrumbó epistemológicamente lo que aún podría brindar para orientar la interpretación de los problemas sociales. Sin embargo, si algo de él pudiera utilizarse para indagar los choques sociales de la Argentina actual, está muy claro que muy pocas similitudes existen, en términos de “clases” y “contradicciones” entre el país que vivimos al promediar la segunda década del siglo XXI con el que existía en 1983, en 1995 o incluso en 2002. Ni hablar de la Argentina de la primera mitad del siglo XX, con el mundo atravesando las grandes guerras o la segunda mitad, con la bipolaridad marcando las características de la dinámica global –y gran parte de la nacional-.

Hoy la realidad muestra en todo caso un gran contencioso diferente. La modernización del país no tiene como rivales a los sectores agropecuarios, al movimiento obrero,  los militares o los partidos políticos –aún el peronismo-. En estos pocos meses transcurridos con la nueva gestión, en los que se han producido cambios radicales en las bases económicas y políticas del país, estos sectores han sido protagonistas de acuerdos plurales, expresos y tácitos, que alcanzaron al gobierno, los gobernadores, los bloques legislativos –en los que la oposición tiene clara mayoría-, los sindicatos y hasta los vínculos externos dinámicos de la economía. 

No ha sido ni es de ellos desde donde ha surgido la mayor oposición al cambio. Al contrario, con una pluralidad admirable han convivido en el campo del progreso, poniendo sufridamente el hombro en la búsqueda de un país mejor. Han ayudado a aprobar leyes, a designar jueces, a arreglar los mecanismos de la deuda y hasta a trabajar para aislar a los violentos, aún a costa de precios políticos ineludibles ante el diferente ritmo entre la realidad que sale a la luz inexorable y la toma de conciencia mayoritaria sobre ella.

Es otro el campo reaccionario, y en él se notan dos grandes agregados: los que perdieron el botín y los que están perdiendo las prebendas. Sobre los primeros, avanza la justicia. Sobre los segundos, el desmantelamiento de sus prácticas oligopólicas y casi mafiosas. Ninguno de ambos está feliz y, por el contrario, dan una lucha feroz y por momentos salvaje e inmisericorde.

Junto a ellos crujen los entrelazados corporativos y delictivos que conformaron el país corrupto y estancado de la decadencia. Las redes policiales, políticas, judiciales y hasta empresariales del narcotráfico y el delito organizado, los empresarios “protegidos” que cooptaron los escalones públicos, entre los cuales las obras públicas y la Aduana son centrales, los acuerdos oligopólicos internos escondidos tras falsas banderas proteccionistas, las estructuras políticas corrompidas en simbiosis con los agentes locales de lo peor del mundo, ocultos tras los estandartes de algunos –pocos- movimientos sociales, las mafias policiales en simbiosis con el delito organizado, esos son –en la realidad- quienes buscan desesperadamente frenar el torrente del cambio.

El gobierno se encuentra hoy, por esos albures de la historia, con la responsabilidad de liderar este proceso. No debiera caer en la tentación de confundir lo grande con lo pequeño. Lo grande, lo que espera la sociedad, es consolidar el espacio del cambio, que no se agota –ni mucho menos- en Cambiemos, entendiendo la dinámica de la democracia y que ella exige tolerancia y disposición, incluso, a perder el gobierno en el momento en que los ciudadanos lo decidan. Lo pequeño sería creer que el poder es propio –al estilo K- y convertir al país en una lucha de sectas entre un oficialismo encerrado en su carozo peleando solo contra su contrapartida del pasado, que no se reduce al kirchnerismo residual en vías de desaparición sino que tiene una potencia aún considerable y no siempre “en la superficie”, porque tiene una gran capacidad para la mimetización y el “camouflage”.

Por eso es saludable el trascendido de la gran convocatoria presidencial que filtró algún diario del fin de semana. Ya llegará el momento de disputar electoralmente y seguramente ahí las novedades de la nueva política nos ofrecerán un saludable espectáculo de nuevas tecnologías y formas participativas adecuadas a los tiempos para las “luchas festivas” que son los comicios. Pero mientras tanto, hay que gobernar y para ello el gobierno tiene la responsabilidad de articular un bloque de cambio gigantesco, en condiciones de superar las anclas del atraso en todos sus frentes y proyectarse en el tiempo, continúe o no en la gestión del poder.

El piso es el estado de derecho, al que de a poco todos deben acomodarse. No sólo debe “meter la política en la Constitución”, sino que también debe hacerlo la justicia, los empresarios, los trabajadores, y, en fin, la totalidad de los ciudadanos que convivimos en este país. Esta es la etapa del “patriotismo constitucional”, que permitió a países como Alemania salir de su dura situación de posguerra y edificar una nación exitosa, solidaria, democrática, libre y hasta señera.

No más, entonces, “Federales y unitarios”, “radicales o conservadores”, “peronistas o gorilas”, “alfonsinistas o golpistas”. Son ésas las contradicciones de la historia, saldadas en su momento con mayor o menor éxito. Las del hoy y del mañana son y serán por un tiempo la del “estado de derecho, republicano y democrático o estado autoritario, anómico y excluyente”, “Justicia independiente o justicia adocenada”, “ley para todos o convivencia en la selva”. Y por debajo, estancamiento o modernidad, paz o violencia, leyes o discrecionalidad. En suma, un país de ciudadanos, cada vez más autónomos frente a las “clases” y las viejas divisas.

La Argentina está resolviendo su vieja agenda y recibiendo la nueva. Tiene frente a sí decisiones similares a las que ocupan la reflexión global: garantizar los derechos humanos antiguos y “nuevos”, proteger el ambiente, abrir a todos posibilidades similares en la lucha por la vida, establecer un piso de dignidad humana con independencia de la situación económica y social, articular la agregación tecnológica y producción automatizada con necesarios ingresos democratizados aún a pesar de la reducción del trabajo estable inherente a la modernidad, respaldar el esfuerzo personal potenciando el “emprendedurismo” como herramienta económico-social sostén de la democracia que viene, erradicar el delito organizado, anular los espacios del terrorismo y la violencia, y lograr el paso hacia el “estado de justicia”, estadio superador firmemente asentado en su cimiento ineludible, el estado de derecho.

El pueblo argentino está dando un gran ejemplo. Está acompañando. Tiene derecho a no ser tratado como menor de edad, a conocer todo lo que pasa, bueno y malo y a ser informado acabadamente de los motivos de cada decisión pública. Está sufriendo los efectos del cambio de paradigma consciente de que existen precios dolorosos, pero también sabiendo que al final del camino el país que viene será entusiasmante. 

El maremágnum ofrecido por “el escenario” no debe asustar. Decía Yrigoyen que “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba” y algo de eso hay en los estertores del viejo entramado que resiste el cambio. Muchos argentinos lo intuyen y muchos lo saben.

Se trata, ni más ni menos, que de confiar en ellos. En un mundo que no es ya el de las contradicciones ni el de los Estados todopoderosos, gobernar es informar, es transparencia, es apertura, es humildad. Al fin y al cabo, el país son sus ciudadanos, cada uno de nosotros.

Ricardo Lafferriere


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