lunes, 12 de diciembre de 2016

Ventana a una reflexión de hace varios años

En el 2007, en ocasión de elaborar un ensayo sobre la historia y perspectivas argentinas que cobró forma de libro bajo el título “Bicentenario, modernidad y posmodernidad” escribía uno de sus capítulos propositivos encabezándolo como sigue –copia textual, con lo que se perdonarán algunas referencias a una coyuntura política diferente-:

“Una política para retomar la marcha

El presente capítulo apunta a reflexionar sobre los caminos políticos para volver a encarrilar el país en la senda que abandonó en 1930. En capítulos anteriores han desfilado los sectores que, a juicio del autor, son los motores económicos y sociales de una Argentina exitosa. En éste exploraremos las formas de articularlos para dar una batalla contra las tendencias expresadas por la corporación de la decadencia, cuyas creencias giran en todos los espacios políticos aunque, como está dicho, tienen su nido principal en el populismo y éste, en el peronismo.

Los interrogantes que los argentinos se hacen al finalizar la primera década del siglo XXI son ¿qué hacer para revertir la decadencia? ¿cómo frenar el deterioro y recomenzar un camino virtuoso de crecimiento con equidad, de “empoderamiento” de los ciudadanos, de modernización e integración al mundo para aprovechar en forma inteligente la potencialidad de la globalización?

Lo único que la Argentina no probó en las casi ocho décadas anteriores se percibe como la respuesta obvia: volver a funcionar como una sociedad con división de poderes, independencia de la justicia, respeto al derecho de propiedad y reverencia a la vigencia de la ley aplicada a todos por igual –pobres y ricos, ricos y pobres-. En síntesis: con instituciones.

Esa plataforma institucional, que no sería otra cosa que avanzar en el programa de la Constitución de 1853, permitiría ingresar en la modernidad del siglo XXI, integrarse al mundo global aprovechando su potencialidad y recrear las condiciones que hicieron grande a la Argentina cuando lo fue.

Esa fue, además, la experiencia probada. La globalización de fines del siglo XIX y comienzos del XX se asentó en un consenso que atravesaba todos los sectores políticos. No significaba la ausencia de debates –que los hubo y fuertes-. Cabe recordar las polémicas entre el industrialismo proteccionista de Pellegrini frente al pensamiento internacionalista de Juan B. Justo que entendía que defendiendo el libre comercio defendía el salario del trabajador; o el pensamiento obrerista de Joaquín V. González frente al nacionalismo chauvinista de Cané. Todos, sin embargo, coincidían en la visión del mundo y en la forma en que la Argentina debía subirse al tren globalizador de la época.

El consenso estratégico asumió entonces que el debate debía procesar la manera de esa articulación, la forma de optimizar las capacidades del país –como el impulso a la educación popular-, de atenuar los perjuicios que trae todo proceso de cambio a los más débiles –como el proyecto del Código de Trabajo de Joaquín V. González- o de proteger a las personas más necesitadas en las relaciones económicas –como las leyes de arrendamientos de la época yrigoyenista-. A nadie se le ocurrió oponerse al tendido de nuevas líneas de ferrocarril porque afectaba el viejo sistema de postas y carretas, o a la extensión de la red de telégrafos porque dejaba sin trabajo a los antiguos chasquis.

La nueva globalización “siglo XXI” requiere más decisiones similares a las de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que sumen contenido social a las formas del estado democrático, aunque agregándole su dimensión global. El retorno del “individuo” con las formas tecnológicas y comunicacionales del nuevo individualismo creando nuevas formas de relacionamiento, la globalización de la economía, el debilitamiento de los Estados nacionales soberanos, la aparición de nuevos problemas con dimensiones globales originados en los logros de la modernidad, demandan hoy un abordaje cosmopolita en el que el gran desafío es la construcción de una legalidad global mediante la cual la política recupere su capacidad de arbitraje y de encauzamiento a las fuerzas de la economía, los negocios en el borde de la ilicitud, los comportamientos delictivos y la seguridad.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad del paradigma “nacional y popular” a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la pobreza y el estancamiento-

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” y los movimientos obrero y piquetero. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben resistir la presión de sus compañeros sindicalistas y bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza política, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura un mapa de incesantes conflictos internos.

Ambas fuerzas deben acentuar su búsqueda de síntesis. El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación permanente de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país.

La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cual vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia.

Una propuesta política virtuosa debe romper el círculo vicioso de los últimos 80 años y abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y territorialmente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal, y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces un “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo.

El verdadero enemigo de una Argentina exitosa es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos es un peligro vital. La concepción autoritaria del ejercicio del poder y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio del voluntarismo y la discrecionalidad políticas son la herencia colonial y prerevolucionaria, arcaica y premoderna, que se proyecta en el siglo XXI tras los perfiles antidemocráticos de varios matices actuales del nacional - populismo y del retro-progresismo.

Esa clase de relaciones existe en diversos ámbitos de la sociedad y la política alcanza a varios sectores políticos y sociales –gremiales, partidarios e incluso empresariales-, pero es claramente predominante en el peronismo y sus socios “retroprogresistas”. Dependerá del propio peronismo si puede sacárselos de su seno, o si prefiere mantenerlos cercanos a su   esencia abandonando definitivamente el rumbo democrático e institucional.”

Hasta aquí, la copia. El esbozo del reagrupamiento populista de estos días alrededor de los relatos más primitivos del peronismo, que confluyen –como es usual- “arrastrando” a sectores de visiones más arcaicas desprendidos del radicalismo –tanto Máximo Kirchner como Sergio Massa cuentan con sus “ex radicales” con los que pretenden vestir su relato de honestidad democrática- choca claramente con quienes deben responder ante sus bases productivas, que regresarían a la crisis terminal de los últimos años si ese proyecto se impusiera. Urtubey, Schiaretti, Uñiac, Bordet, claramente no están cómodos en esta aventura, como muchos otros peronistas que aspiran a un país en desarrollo.

Enfrente, el surgimiento de Cambiemos incorporando una fuerza moderna, como el PRO, sin ataduras políticas históricas pero claramente ubicada en el amplio campo democrático republicano, el respaldo del “main stream” radical y el necesario recordatorio permanente de la ética como requisito inescidible de la legitimación política que aporta la Coalición Cívica anuncian un debate más claro.

El país del pasado, corporativo, populista, autoritario y chauvinista frente al país moderno, democrático, republicano con impronta cosmopolita. Ese es el alineamiento que se va formando. Y que anuncia un debate formidable para los próximos meses.


Ricardo Lafferriere

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