miércoles, 25 de octubre de 2017

Después de CAMBIEMOS

(Para la reflexión y la polémica)

En los cimientos de la Argentina profunda, semiescondidas por infinidad de argumentos parciales y cosmogonías, ideologías y debates picarescos, hay dos formas de comprender la convivencia.

Lo afirmábamos ya en el 2008, cuando estas “placas tectónicas” produjeron el choque que conmovió al país con el “reclamo del campo”. Esas formas, en su núcleo más puro, giran alrededor de “ideas-fuerza” que han chocado y chocan a veces en forma subterránea y en otras eclosionan fuertemente.

Una de esas vertientes podría definirse como “autoritaria-conservadora”. Más o menos chauvinista según las épocas, cree en las potestades ilimitadas del “poder” para regular la mayor cantidad posible de relaciones humanas, relativiza la importancia de la libertad y el libre albedrío, es afecta a la fuerza y a las demostraciones de fuerza y sus utopías se ubican en el pasado. Que “siempre fue mejor”.

La otra es abierta a la modernización progresista. Se enraíza en las visiones cosmopolitas que creen en la unidad esencial del género humano, más o menos universalista según las épocas, cree que el poder debe actuar más sobre las cosas que sobre las personas, a las que les reconoce la libertad originaria. En sus visiones más modernas, cree que debe ampliarse esa libertad garantizando las posibilidades de elección de los caminos de vida de cada uno con pisos de dignidad y ciudadanía creando puntos de partida lo más equitativos posibles. Honra el pasado, pero su utopía se ubica en el futuro.

Estas formas de entender el país se concentran, sin exclusividad, en dos vertientes político-culturales. Una, organicista y jerárquica. Otra, democrática y plural.

La historia argentina ha estado motorizada siempre por el choque profundo de estas visiones, que también suelen imbricarse recíprocamente hasta perder su nitidez en la política real. Ambas han estado presentes, en mayor o menor medida, en las grandes formaciones políticas. Sin embargo, puede afirmarse que durante el siglo XX la primera construyó su “nido” en el peronismo –hoy, el kirchnerismo- y la segunda en el radicalismo –hoy, en Cambiemos-.

No son creaciones exclusivamente políticas. Responden al imaginario cultural de grandes grupos de personas. Su vestimenta formal es –casi- indiferente. Cuando el peronismo implosionó, surgió el kirchnerismo y ocupó su lugar. Cuando lo hizo el radicalismo, su espacio fue cubierto por Cambiemos, aglutinando a la mayoría de las clases medias que durante el siglo XX se expresaba en el radicalismo y aliados circunstanciales.

Desde esta perspectiva, el proceso que ha comenzado en diciembre de 2015 refleja con mayor nitidez que nunca en la historia la esencia originaria del cambio progresista. El campo conservador, golpeado por la impactante develación de la megacorrupción, se ha concentrado en el kirchnerismo residual. Los viejos actores del siglo XX, por su parte, sufren reacomodamientos identitarios profundos, engrosando las filas de una u otra de las expresiones políticas del siglo XXI, a las que llevan sus convicciones, épicas, historias y creencias. La historia no son sólo coyunturas, sino también memorias, sentimientos, experiencias, recelos y afectos y todos ellos impregnan las nuevas formaciones.

El futuro es inescrutable. Tal vez un analista de mediados del siglo XX –cuando todavía se creía que la historia tenía una dirección inexorable- sostendría que ambos campos deben reflejarse en expresiones políticas. Si así fuera, parece difícil imaginar un “tercer espacio”, entre Cambiemos y el kirchnerismo, con posibilidades de canalizar contingentes mayoritarios de ciudadanos, siempre suponiendo que ambas formaciones hicieren sus deberes. Aquellas personas que adhieren a una u otra de las grandes vertientes político-culturales mencionadas, en sus diferentes matices, tendrán allí sus referencias, cualquiera sea su lugar de origen histórico. Sin embargo, la política no suele ser lineal.

Alcanza con mirar la historia reciente: ya desde el 2008 la situación política argentina permitía construir una alternativa modernizadora. Sin embargo, la preeminencia ideologista en los análisis de la mayor fuerza alternativa de ese momento, el radicalismo, demoró este proceso casi una década, facilitando la perpetuación del experimento kirchnerista por un lado, y habilitando el crecimiento del PRO, con mayor claridad estratégica para analizar el país y las alternativas, por el otro. 

Y también lo observamos en el proceso electoral de octubre de 2017. La obsesión por la resurrección del peronismo llevó a sus sectores más modernos a un drenaje de sus adhesiones ciudadanas hacia lo que éstas percibieron como la mejor expresión de las visiones transformadoras, con independencia de su antigua simpatía partidaria histórica. Como ocurriera antes con el radicalismo, sus electores más modernos se integran en CAMBIEMOS, y los más conservadores se atrincheran en “Unidad Ciudadana”. Las situaciones residuales de Randazzo, Urtubey o Schiaretti hoy no son en esencia muy diferentes a la de Ricardo Alfonsín en 2011.

¿Significa esto que si la mayoría no se vuelca a Cambiemos la única opción política real es el kirchnerismo?

Hoy por hoy no se ve una alternativa superadora a Cambiemos en el espacio modernizador progresista, ni superadora al kirchnerismo en el campo conservador. Lo demás es apostar a la premonición. Nadie hubiera imaginado hace un par de años a Estados Unidos gobernado por Trump, ni el resurgimiento de grupos nazis en Alemania y Austria, o a Francia desplazando a sus fuerzas históricas para entronizar una experiencia joven y novedosa en la que tributan también viejos militantes de las antiguas izquierda y derecha francesa. Mucho menos a China y Rusia convertidos en los exigentes abanderados del libre mercado mientras EEUU comienza su declive, se cierra sobre sí mismo y abandona de hecho su liderazgo global en manos de sus antiguos rivales.

Si el proyecto de Cambiemos resulta exitoso  y logra instalar por fin a la Argentina en el camino de la modernidad democrática –como parece ser la chance más probable a esta altura del proceso, es decir octubre de 2017-, es más posible que de agotarse su ciclo político su herencia no llegue “desde afuera” sino de desprendimientos de esa misma fuerza. 

Es altamente improbable que la experiencia de Cambiemos prologue un regreso del campo conservador: la tendencia inexorable hacia la globalización de la economía y los mercados, impulsada por los principales actores del mundo y por la propia revolución científico-técnica anuncian un deterioro también inexorable de las alternativas conservadoras-nacionalistas, cuyas bases económicas se diluirán sin remedio, superadas por la realidad. Sin embargo, sería aventurado imaginar, con la aceleración de la historia en el país y en el mundo, cuáles serán los temas de agenda que encenderán pasiones y exigirán decisiones en ese momento y por lo tanto, adivinar los liderazgos y alineamientos que lo protagonizarán.  Una cosa es cierta: no lo serán ni las propuestas ni los liderazgos anclados en la mitad del siglo XX.

Es más: también es difícil imaginar qué pasará con la política como actividad, a estar a los cambios enormes que está teniendo la naturaleza del poder con el surgimiento de espacios transnacionales, supraestatales, subestatales y regionales que se ven hasta en las sociedades consideradas más estables, y con el avasallante protagonismo de los ciudadanos comunes, apoderados por las redes sociales. El caso de Gran Bretaña dejando la Unión Europea, el conflicto soberanista en España con el problema catalán y el resurgimiento del nacionalismo escocés no son más que algunos muy pocos ejemplos de realidades que se instalan en todo el mundo.


El planeta entero es hoy más apasionante que cualquier “reality”. Nunca ha sido tan necesaria como en estos tiempos la frescura intelectual, el desapego de los dogmas históricos y la capacidad perceptiva de las inclinaciones ciudadanas para protagonizar con éxito esa apasionante tarea que es la actividad política.

Ricardo Lafferriere

jueves, 4 de mayo de 2017

Un fallo valiente

La “escena” política parece haberse sorprendido con la sanción del fallo de la Corte Suprema que ordena la aplicación del cómputo doble a la detención sufrida en carácter de prisión preventiva, luego de haber transcurrido dos años en tal condición y sin haber recaído sentencia en una causa penal, a personas encausadas por delitos conocidos como de “lesa humanidad”.

La sanción de la Corte implica una gran valentía y un paso decisivo en la recuperación del estado de derecho.

Varios principios jurídicos de raíz constitucional y aún supraconstitucional juegan en esta decisión, que aunque tardía, viene a encarrilar situaciones de altísima injusticia que la democracia argentina no había logrado hasta ahora resolver adecuadamente. La igualdad ante la ley, la irretroactividad de las leyes, el principio de inocencia, la prohibición del abuso de la figura de la “prisión preventiva” y el principio de aplicación de la “ley más benigna” favorable al acusado.

Muchos de ellos estaban siendo violados, montados en una especie de condena extrajudicial previa, instaurada en el momento en que se comenzó a utilizar la figura de los derechos humanos para esconder tras ellos un proyecto de vaciamiento del país y apropiación delictiva de recursos públicos como no se tiene memoria en la historia argentina.

Quien esto escribe sufrió en su momento la represión del proceso. Fue detenido-desaparecido, y luego “legalizado” con la puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Conoció desde adentro la fabricación de procesos amañados por la justicia militar, y –como muchos- añora la amistad de asesinados en la flor de su vida, con quienes había compartido militancia. Esto quiere decir que peleó cuando era el momento de hacerlo, reclamando la recuperación del estado de derecho, la vigencia de la soberanía popular y por la derrota de la dictadura.

Esto fue hace cuatro décadas. El país atravesaba un baño de sangre, desatado por la insurgencia a la que el poder constitucional de entonces resolvió combatir “hasta el exterminio”, dando las órdenes pertinentes a los jefes militares y policiales, que después las profundizaron hasta el paroxismo, ya durante la dictadura.

Eso sufrimos, y con una persistente militancia por la vida, la paz y la democracia, resistimos el fuego cruzado de la insurgencia y la contrainsurgencia, en tiempos de la guerra fría y la polarización violenta, pero logramos abrir una brecha de racionalidad para reducir el espacio del terror y comenzar, con el liderazgo de Alfonsín, la construcción de la democracia argentina moderna.

La bandera era la Constitución. El rezo laico era el preámbulo. Su concreción sería el estado de derecho rigiendo de una vez en la Argentina. Nunca más la arbitrariedad, la muerte, el autoritarismo, la persecución.

No debiera ser necesario mostrar pergaminos ni recordar la historia para hablar de estas cosas, pero la tramposa recreación del clima de esa época por el matrimonio cleptómano contagió la mente de muchos compatriotas que no recuerdan o no los vivieron. Años en los que –tal vez no esté de más evocarlo- mientras algunos sufríamos cárcel, estaban exilados, eran asesinados o desaparecidos, los grandes impostores de la década pasada hacían su fortuna ejecutando jubilados con créditos impagables invocando la “Circular 1050”, dictada por Martínez de Hoz.

Esa historia falseada provocó consecuencias y convirtió al “estado de derecho” también en una impostación. La propia ex presidenta lo reconoció al sostener que “un fallo así no hubiera sido dictado durante el gobierno anterior (el suyo)”. Difícilmente sea imaginable una confesión más cínica sobre lo que fue la justicia “durante su gobierno”.

El país ha iniciado una nueva etapa de su historia, y va saldando sus deudas con el pasado. Era hora.

Desde esta página lo veníamos reclamando hace varios años. Más allá del juicio ético y personal sobre el "2 x 1" -con el que personalmente discrepo en cualquier circunstancia- fué ley vigente y no era justicia mantener a centenares de personas en el eterno limbo de la “prisión preventiva”, sin juicio condenatorio y sin presunción de inocencia, nada más que por la denuncia de dirigentes a sueldo que han bastardeado una historia épica y la han sumergido en un despreciable presente. Vergonzosamente, aún quedan muchos en esa situación, sin juicio ni condena y por lo tanto, detenidos durante años a pesar de su presunción de inocencia y quizás de su real inocencia. 

No es justo ni siquiera lo que se hizo con el propio Videla –que alguna vez firmó como presidente de facto mi detención “a disposición del PEN”, en 1976-. Dejar morir a un anciano inválido con más de ochenta años y enfermedades degenerativas en una prisión de aislamiento, sin atención médica, solo en medio de la noche, lo hubiera hecho tal vez él mismo. No podía hacerlo la democracia argentina, porque estaría cayendo en la misma inhumanidad que había demostrado el preso y por la que se lo penó.

Pero lo hizo.

Debe haber justicia. Debe actuar libremente. Deben castigarse los delitos. La impunidad es una de las principales causas del deterioro de la convivencia. Presos, los que deban que estar, luego de juicios limpios e imparciales, con acusación y defensa libres. La democracia argentina ha mostrado que puede hacerlo, abriendo juicios ejemplares como lo fue el de las Juntas Militares. Pero… con la ley en la mano. Con sus principios rigiendo sin interpretaciones caprichosas impulsadas por el “clamor popular”, inmedible en cuanto no se traduzca en leyes por los procedimientos constitucionales.

Había y hay que terminar con eso, sin perdón –si  no se pide por los que deben hacerlo y no se da por quienes podrían otorgarlo-, pero con el remedio que la civilización ha elaborado durante años de historia para terminar con la barbarie: la vigencia plena del estado de derecho. En este caso, significa acusación, principio de inocencia hasta que no se pruebe la culpabilidad, debido proceso, aplicación plena de la ley penal en forma igualitaria, jueces naturales imparciales “designados por la ley antes del hecho de la causa”, y cárceles “sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Esto dice la Constitución a la que debemos respeto. Eso es el estado de derecho por el que luchamos y sobre el que podremos edificar nuestro futuro.

Por eso sostengo que este fallo es valiente. Se levantó contra el presunto juicio ético de una opinión pública prefabricada. Decidió que en la Argentina la ley se aplica a todos. No se atemorizó ante la segura reacción impostada de aquellos que hacen silencio cómplice con la represión sanguinaria de los parapoliciales de Maduro que prenden fuego a estudiantes que protestan y aplastan con tanquetas a ciudadanos que reclaman, pero se rasgan las vestiduras al ver que su gran impostura de la época pasada es superada por la historia.

Entristece un poco, sí, ver la confusión de algunos que –en todo su derecho, por supuesto- “condenan” el fallo. Tal vez sea confusión entre justicia y venganza, tal vez teman ser confundidos porque haya sido también confuso su papel cuando había que luchar en serio por los derechos humanos y miraban para otro lado. Tal vez estén realmente confundidos. O tal vez, simplemente, les falte la valentía democrática y republicana que mostró la Corte en este fallo. Dejo para lo último la menos agradable de las alternativas: que realmente crean que la democracia argentina debe actuar como lo ha hecho en esta última década. Con ellos me separa un abismo conceptual y de valores. El que separa el estado de derecho del autoritarismo, imposible de disimular con vestimentas ideológicas.

De todas maneras, lo que importa es que el estado de derecho se encamina a reglar nuevamente en plenitud la convivencia argentina, y eso es saludable.

Ricardo Lafferriere




martes, 28 de febrero de 2017

El despertar de la Corporación de la Decadencia

No haría bien el gobierno en desatender el despertar de la vieja corporación de la decadencia argentina, que parasitó durante más de ocho décadas la riqueza del país lastrando su desarrollo.

Tal vez por primera vez esa mega-corporación siente que está en peligro no ya la sola detentación del poder formal, sino su propia existencia.

Ésta está ligada al país encerrado en un corralito de aislamiento, en el que pueden cazar a placer a consumidores, trabajadores y productores. Un país en el que las personas comunes son condenadas a pagar los precios más caros del mundo y los impuestos más caros del mundo para recibir a cambios productos obsoletos y servicios -de educación, de salud, de infraestructura, de seguridad, de justicia, de defensa- propios de una sociedad primitiva.

Se trata de un entramado diabólico de empresarios rentistas, comunicadores vencidos por su ego o cooptados por su ambición, mafias sindicales enriquecidas por la corrupción de décadas, dirigencias políticas agrupadas fundamentalmente en el peronismo pero alimentadas por una parte no menor de la ¨izquierda¨ que en nombre de una arcaica identidad que sólo definen por su supuesto imaginado adversario (¨la derecha¨) banalizan el análisis y terminan confluyendo con el renacido chauvinismo populista de los países desarrollados. Su relato termina siendo el mismo de Trump y de Le Pen, de Farage y Putin, de Erdogan y de Nicolás Maduro.

Hay también allí sectores pequeños en número pero no tan pequeños en incidencia discursiva en el propio radicalismo. Éste tiene una pata -moderna y electoralmente mayoritaria- dentro de la coalición de gobierno, pero otra que responde a los mismos reflejos primitivos que esos exponentes de la vieja ¨izquierda¨ esclerosada. Las comillas separan a esta caricatura descolorida de la verdadera izquierda que, con frescura intelectual y valentía política, no renuncia a seguir indagando la forma de proyectar sus valores de siempre -solidaridad, justicia, equidad, inclusión social, democracia, derechos humanos- en un mundo con una agenda compleja y global, de pocos contactos con el escenario y la agenda de mediados del siglo XX.

La corporación de la decadencia no tiene escrúpulos. Lo pueden testimoniar los radicales, golpeados en 1989 y en el 2001 por su acción artera y antidemocrática. En ambos casos, golpes corporativos disfrazados de ¨golpes de mercado¨, manipulando la opinión pública en momentos políticos complicados, aprovecharon la debilidad institucional de las fuerzas modernizadoras y se apropiaron del poder.

En ambos casos los empresarios rentistas estaban en peligro. En ambos casos el ariete del desgaste fueron los aparatos gremiales corrompidos. En ambos casos la complicidad -consciente o inconsciente- del periodismo banal y de opiniones compradas junto a idiotas útiles presos de su ego, fueron su andamiaje discursivo. En ambos casos fue el ¨peronismo institucional¨ el que, haciendo un alto en su salvajismo interno, unió sus fuerzas en la operación mayor de apropiarse del poder y de la ¨caja¨ del Estado, a la que saquearon.

Un país lanzado a construir su futuro necesita empresarios con audacia y vocación de crecimiento. Necesita periodistas sofisticados en su capacidad de análisis y sin vasos comunicantes con las operaciones políticas. Necesita políticos e intelectuales con neuronas activas para desentrañar el futuro y formular proyectos con valores, más que reflejos trogloditas apoyados sólo en viejas -y respetables- épicas del pasado. Necesita dirigentes gremiales comprometidos con una sociedad que construya posibilidades para todos ampliando sus opciones de vida.

Este momento del país es promisorio como pocos. A diferencia de 1989 y 2001, hay una situación internacional compatible con una Argentina en desarrollo, hay una coalición de gobierno que comprende el rumbo -aunque no sepa aún transformarlo en un relato político- y hay millones de compatriotas que entienden la potencialidad del cambio modernizador y lo protagonizan a diario en sus emprendimientos, en sus campos, en sus comercios, en sus desafíos de vida.

Y hay también una alternativa política gobernando con profunda fe democrática, visión de futuro y compromiso con los valores de siempre -inclusivos, solidarios, equitativos- del país de todos que ya no está limitada por una agenda política excluyente de construcción democrática -como en 1983- porque ésta ya fue cumplida, ni está jaqueada por la tenaza de la deuda externa y la impostación de los reclamos intransigentes (del  FMI junto al peronismo) como en 2001.

Este escenario es promisorio, a condición de no desatender la amenaza del reverdecer de la corporación de la decadencia que se nota en estos días, fogoneada por los mismos de siempre, amplificada por los mismos de siempre, financiada por los mismos de siempre y ejecutada por los mismos de siempre.


Ricardo LafferriereEl

domingo, 12 de febrero de 2017

Historia, biografías, ficción

Géneros que apasionan. Son los predominantes en las lecturas de los hombres públicos argentinos, a estar a la nota publicada en La Nación –política- de hoy 12/2, elaborada por Alan Soria Guadalupe, titulada “¿Qué leen los dirigentes?”.

Sin embargo, lo que para una persona sin obligaciones de liderazgo puede ser algo normal y estimulante, se convierte en preocupante si se asuma que ninguno de ellos –destaco, ninguno…- parece estar dedicando unos minutos de su lectura a analizar y estudiar la sociedad que se está conformando a raíz del acelerado cambio tecnológico, es decir, a intentar desentrañar en lo que sea posible el futuro al que nos estamos dirigiendo y en el que estamos ingresando. En todos los casos, los temas parecen responder a una consigna: “Desde hoy, hacia atrás…”. Ni una miradita, aunque sea rápida, al futuro que se acerca aceleradamente y a indagar las formas de encauzarlo.

La agenda del presente es ajena, no ya para aquél que manifiesta con un eufemismo benevolente “no ser un lector voraz”, sino aún para quienes expresan más valiosas inquietudes intelectuales. Tal vez lo más avanzado sea el abordaje de la crítica social de Bauman, recientemente fallecido pensador polaco cuya mirada pesimista no le quita su enorme valor, pero tampoco su resignada impotencia ante el mundo tecnológico. La mayoría opta por lecturas que no desafían su imaginación sino que fortalecen sus respectivos dogmas.

La aceleración del cambio tecnológico tiene una tendencia exponencial, para algunos incluso logarítmica. A pesar del maremágnum comunicacional que producen las medidas del nuevo presidente norteamericano y que será una moda efímera, éstas no detendrán la tendencia a la automatización y a la inteligencia artificial aplicada a todos los campos de la vida, de la producción, de la medicina, de la administración, de la guerra, del comercio, del transporte.

Su ritmo no sólo ha respondido a la “Ley de Moore“ durante más de medio siglo, sino que se ha acelerado, a pesar de los que anunciaban sus límites “físicamente inexorables”: otras tecnologías están anunciando “tomar la posta” de la miniaturización y ya hay en todos los campos de ocupación humana ayudas o reemplazos de alta tecnología que impregnan la realidad –no ya en el “primer mundo”, sino en todo el planeta- desplazando trabajo humano, cambiando demandas de capacitación, generando cambios imprevistos en la economía, abriendo campos al delito, forzando cambios en la convivencia y demandando al Estado nuevas respuestas en protección ambiental, asistencia y seguridad social, legislación laboral, seguridad, legislación, obras públicas y distribución del ingreso.

Las lecturas de nuestros líderes los muestran aferrados a la vieja agenda clásica, sin interés en lo que viene –por desconocimiento, falta de información o ausencia de inquietudes-. Ello incidirá necesariamente en su capacidad de tomar decisiones ante los cambios. Eso es lo más preocupante para los ciudadanos comunes. Y también eso es lo que fomenta el deterioro del prestigio de la política como actividad, que se vuelve disfuncional a su misión elemental, que es encauzar el cambio para mantener la armonía y contener la tendencia a la polarización social. Los ciudadanos, que sí viven la vida real, sienten esos cambios y esperan más de sus políticos, incluso en su responsabilidad modélica.

En fin. Siempre queda la duda que se trate tan sólo de un artículo “de color”, que no haya reflejado en plenitud las inquietudes intelectuales de quienes conducen. Sería esperanzador que así fuera, ya que de otra forma se los evidenciaría obsesivamente aferrados a una agenda que ya no existe –y en algunos casos, que existió hace tres o cinco décadas- y sin el arsenal de conocimientos adecuados ni preparación suficiente para enfrentar la que sí está vigente, en el país y en el mundo.


Ricardo Lafferriere

lunes, 6 de febrero de 2017

Gobernar no es ser Jefe

Gobernar no es para improvisados.

Si esto se nota en los niveles más básicos de la administración –como los municipios-, qué no decir de los estratos más altos, como un país, o el país más rico y poderoso del planeta.

Gobernar es complejo.

Es totalmente diferente a conducir una empresa propia, donde las decisiones del dueño tienen internamente la fuerza de una orden, y donde su voluntad no puede ser contradicha por nadie.

Gobernar requiere, además, una visión amplia, superadora de los límites estrechos de la propia administración y atenta a las reacciones de los demás, tanto de adentro como de afuera.

No en vano las sociedades modernas han diseñado y estructurado complejos sistemas de gestión, resultado de experiencias propias y ajenas, que incluyen reparticiones especializadas, jerarquías normativas, contrapesos y frenos, distribución de competencias, facultades y límites.

Si alguien aspira a desempeñar el trabajo más importante de todos en una sociedad moderna, el de la Jefatura del Estado y del Gobierno –que en nuestros países presidencialistas se confunden en una sola cabeza- debe estar capacitado para abordar esta complejidad con frescura intelectual, mente abierta e inteligencia estratégica.

“Voy a hacer el muro y lo pagarán los mexicanos”. Ahí está la promesa. Empantanada. Afortunadamente.

“Los productos mexicanos pagarán un arancel adicional del 25 %”. Hasta que le hicieron saber que ese incremento lo pagarán los ciudadanos norteamericanos con incremento de precios. Ídem con China. Por supuesto, la medida está congelada “mientras se estudia su implementación”.

“No entrarán musulmanes al país”. Esta prohibición no está admitida por la Constitución y los jueces –cuya misión no es defender al gobierno si no proteger a los ciudadanos- se lo hicieron saber. Afortunadamente.

“La OTAN está obsoleta”. No tardó una semana en revertir la afirmación: EEUU sigue tan comprometido con la OTAN como siempre.

“Nuestros aliados del Sudeste Asiático (Japón, Corea del Sur, eventualmente Taiwan, paréntesis propio) deberán defenderse solos”. En menos de diez días, el Secretario de Defensa debió desmentir a su presidente en su viaje a la región.

Las reacciones primitivas de un rudimentario comentario de sobremesa, en un bar o pontificando donde nadie se atreva a desmentirlo no alcanzan para gobernar. Pasar del permitido autoritarismo de un Jefe Absoluto de una empresa privada a la gestión normada, limitada y compleja de una sociedad altamente plural e informada requiere un cambio cultural difícilmente lograble en pocos días.

Es lo que estamos viendo. Esto es, tal vez, el mayor peligro de llegar a una función pública de esa magnitud sin absolutamente ninguna experiencia previa de gobierno. El propio ex presidente Reagan, que llegó a la política luego de toda una vida como actor, antes de ser presidente fue ocho años gobernador de California y –valoraciones ideológicas aparte- nadie puede cuestionar su capacidad de gestión.

Similar fenómeno vimos por nuestros pagos, en los que el presidente Macri, formado en la cultura de la empresa, supo entrelazarla con la experiencia de ocho años de Jefe de Gobierno y un paso fugaz por el Congreso así como en la propia gestión deportiva, donde pudo aprender que conducir una sociedad de iguales requiere contemplar las opiniones ajenas, tanto como los límites que deben respetarse fijados por la Constitución y las leyes.

El ejemplo vale como contraejemplo. Trump, teniendo mayoría absoluta en ambas Cámaras, ha debido retroceder en todas sus iniciativas. Cambiemos, con una marcada minoría en el Congreso, ha logrado cambios trascendentes manteniendo el respaldo popular con el que llegó al poder.

En nuestro caso, escuchando a la oposición y madurando las decisiones hasta lograr lo posible. En aquel, ignorando hasta a los propios partidarios y quedando cada vez más solo.

Dos estilos que hablan bien de nuestro sistema político, pero también de que la política no es una tarea para improvisados, aunque sean millonarios. Requiere experiencia, apertura, disposición a acuerdos, concesiones y comprensión de los intereses diversos.

Pero fundamentalmente la conducción política democrática exige la convicción que gobernar no es administrar caprichosamente un bien propio sino gestionar con prudencia la sociedad de todos, en la que cada ciudadano tiene diferentes funciones pero exactamente los mismos derechos que el máximo representante del país, que al fin y al cabo no es más que un mandatario, con sueldo, funciones y  término limitado en su trabajo.

Ricardo Lafferriere



lunes, 30 de enero de 2017

Más allá de la economía

Estamos a punto de ingresar en una de esas curiosas etapas del mundo en que mientras todo alrededor tambalea, la lejanía geográfica de la Argentina actúa como un amortiguador de las tormentas desatadas para otros.

El Oriente Medio, el Pacífico Sur (Mar de la China), Asia Nororiental (Corea del Norte, amenaza nuclear), el límite entre Europa del Este y Rusia, el África nororiental y ahora el conflictivo momento que choca en el Rio Bravo –límite entre México y Estados Unidos- tiemblan todos a la vez.

La historia, que suele dar vueltas y presenta escenarios similares aunque jamás idénticos, aconseja tomar distancia de los elefantes que se pelean. Así lo hicimos en 1914, con la prudente conducción de Hipólito Yrigoyen, y así lo hicimos también en la segunda gran guerra, determinados por los hechos más que por una conducción prudente.

En ese segundo caso, la vergüenza no nos pasó tan lejos: un país declarándole la guerra a su “amigo” ya vencido ante la fuerza inexorable de los hechos y sobreactuando su alineamiento los vencedores para no quedar fuera del nuevo escenario no fue precisamente una movida acorde con la dignidad y la autoestima nacional. Pero ambos casos son historia.

Hoy parece claro que el escenario se está reordenando nuevamente. Afortunadamente no lo está haciendo –por ahora- con la violencia de los dos grandes cambios anteriores, diciendo esto con la expresa salvedad que no resulta para nada tranquilizador que botones nucleares estén al alcance de una persona que en su propio país suponen que puede carecer de la templaza imprescindible para tomar decisiones en extremo dramáticas. Así, sin embargo, están las cosas.

Un gran saldo del mundo que se está edificando es el cambio de liderazgo hacia Oriente y específicamente hacia China, justo en nuestras antípodas. Otro, el abandono de posiciones estratégicas imperiales por parte de Estados Unidos. Otro, la retracción de los compromisos estratégicos globales de Estados Unidos, retirándose hacia la preservación de sus intereses más directos tal como los entiende el sector político dominante en ese país: defender su territorio, neutralizar el terrorismo que lo afecte y desacoplar su economía. Y por último, el abandono por parte del país del norte de su política, sostenida desde la segunda posguerra por ambos grandes partidos –a pesar de sus matices- de construir un mundo de instituciones multilaterales, cada vez más normado, como garantía de su propia seguridad.

Cierto que en este último propósito los argumentos no eran los mismos, aunque concluyeran en la misma dirección. Para uno de los bloques político-culturales norteamericanos, el mundo multilateral asentado en instituciones y normas era considerado la mejor alternativa para la hegemonía económica y la prosperidad material de EEUU, mientras que para el otro el acento que justificaba esta política estaba puesto más en los ideales fundacionales de derechos humanos, la democracia, la justicia universal y la paz entre las naciones, girando en la convicción de que “las democracias no desatan guerras”.

Trump rompe este consenso. No le interesa el mundo multilateral, no cree que el comercio garantizado por instituciones plurales sea favorable a su país, no le interesa justificar sus decisiones en la defensa de los derechos humanos y la paz y no cree que un planeta organizado respetando el colorido de sus culturas sea mejor para Estados Unidos que la exhibicionista demostración permanente de fuerza y comportamientos de matón de barrio.

El “Gran Garrote” del Roosevelt “malo”, el que inundara de intervenciones militares a países pequeños de Centroamérica, el que motivara los versos de Darío alertando sobre “el futuro invasor" a la "América ingenua que tiene sangre india, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”…, parece insinuarse nuevamente, con más de cien años de atraso, no ya como herramienta de una potencia en avasallante ascenso, sino de un imperio en decadencia encerrándose en sí mismo, como si estuviera envejeciendo.

Sin embargo, no es el caso de Estados Unidos. En Occidente, es el único país que hace casi una década no para de crecer, de reducir su desocupación a mínimos históricos, de sorprendernos con avances tecnológicos deslumbrantes y de sostener una lucha por principios humanistas y de tolerancia, de protección del ambiente y de avance en el respeto a la ley, que ha llamado la atención de un mundo que, tal vez en forma desmatizada, ha preferido juzgarlo por sus viejos errores más que por sus nuevos –y por supuesto que incompletos- aciertos.

En la película “Nixon”, el protagonista, en un momento de tenso recogimiento, mira un retrato de Kennedy que colgaba de una pared del Despacho Oval y entabla con él un diálogo ficticio: “Cuando ven tu retrato, ven lo que les gustaría ser. Cuando ven el mío, ven lo que son”.

Y en realidad, Estados Unidos no es Trump. De hecho, ni siquiera la mayoría es Trump, que fue superado en voto ciudadano por su contrincante demócrata. Las grandes ciudades de las costas, el Estados Unidos abierto y universalista, es mayoritario y protesta. Hoy mismo llena las calles para defender la tradicional vocación norteamericana por el asilo a los perseguidos, los derechos de las mujeres, la defensa de las comunidades musulmanas, la apertura de sus puertas a los inmigrantes. Los jueces federales norteamericanos se han pronunciado rápidamente bloqueando en numerosos casos la orden de deportación general de los recién llegados, los Fiscales Federales se están organizando para defender los derechos de los ciudadanos y muchos legisladores –entre ellos, varios republicanos importantes- se resisten a esta regresión a lo peor de su pasado.

Hace falta, sin embargo, en Estados Unidos y en el mundo, una nueva construcción intelectual que vuelva a soldar la brecha entre la idea de nación y el mundo globalizado. Las limitaciones y errores de la etapa globalizadora de las últimas décadas no pueden dejar en manos del chauvinismo reduccionista el relevo histórico, que será corto pero puede ser traumático. Es urgente construir un relato nacional –en todos lados- que preserve las identidades en sintonía con la pluralidad de la convivencia global. Patrias para aportar riqueza –de miradas, de inteligencias, de culturas, de valores- imbricándose entre ellas, en lugar de encerrarse, dividirse y luchar unas contra otras.

Ya vimos a dónde llevan al mundo las prédicas chauvinistas. Más de cien millones de muertos nos costaron en el siglo XX, para contar sólo quienes perdieron sus vidas. Aún en el actual maremágnum del terrorismo, sus víctimas en todo el planeta no llegan a unos pocos miles en lo que va del siglo. No erremos entonces en la dimensión de las justas alertas, y tampoco en lo que nos falta. Con todos sus desequilibrios en la distribución del ingreso, en el mundo de hoy el porcentaje de pobres es el menor de toda la historia de la especie humana en su vida civilizada.

Volviendo al comienzo: estamos lejos, pero el mundo es más pequeño. Ergo, estamos más cerca, a pesar de estar lejos. No podemos ignorar esta marcha ni marginarnos de la elaboración de un nuevo relato. Mantenerse lejos de los conflictos no debe significar lejos de la solidaridad con los perseguidos, ni ignorar las consecuencias no buscadas pero existentes de la globalización en muchos seres humanos condenados a vidas poco más que animalizadas, ni dejar de bucear para encontrar la síntesis entre el gigantesco y exponencial desarrollo económico y una convivencia que garantice el piso de dignidad para todos los seres humanos, en todo el planeta.

Nuestros problemas –que existen, y son muchos- no pueden convertirnos en pichones de Trump, indiferentes ante el dolor igual al que hace algunas décadas, ayer nomás, sufrieron nuestros abuelos y bisabuelos, encontrando en un lejano país del sur de América que convocaba “a todos los hombres del mundo” que quisieran habitarlo, una mano tendida, una voz amigable y un lugar en la mesa.


Ricardo Lafferriere